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  CUENTO DE EL SECRETO DE EBÍ
 

EL SECRETO DE EBÍ

 

No hace mucho tiempo, en un verde y resguardado valle, vivía una tribu de gente de montaña y su muy querido jefe.

Su vida transcurría de manera agradable. Se alimentaban con la abundante comida de sus huertos y granjas, y confeccionaban tallas y vasijas que pintaban de vivos colores, y que luego vendían para comprar dorados caparazones de kina y otros tesoros a la gente que vivía junto al mar.

Por todo esto, su jefe era muy rico, pero también era bondadoso y sabio.

Una mañana, muy temprano, apareció entre la neblina del valle un pobre hombre vestido de andrajos. Hambriento y cansado contempló los primeros rayos de sol sobre los tejados de las casas aún en silencio, deseando poder estar dentro de una de ellas, caliente, a salvo, y comiendo algo por fin.

Su nombre era Ebi, y no siempre había sido pobre. Venia de muy lejos, huyendo de los problemas de su tierra, sin más equipaje que los harapos que llevaba puestos.

Ebi cruzó un viejo puente de lianas y, tras quitarse las sandalias hechas jirones, se metió en el agua fresca y clara.

Bebió un largo trago, pero su estómago gemía de hambre y, ansiando calmarlo, se dirigió hacia el pueblo con la esperanza de encontrar comida.

Los aldeanos miraron asombrados al pobre andrajoso, pero enseguida se mostraron muy cordiales y lo saludaron amigablemente.

A continuación, lo llevaron ante su jefe.

Cuando entró en la fastuosa casa del jefe, se quedó atónito al ver las tallas de colores brillantes y los tesoros ricamente pintados que había por todas partes.

Y… ¡qué alegría al descubrir los dorados cuencos repletos de deliciosa comida y frutas!

El jefe, lleno de compasión por aquel harapiento, le proporcionó alimento y la oportunidad de descansar.

Después. Quiso escuchar la historia de Ebi. Percibió que era un hombre honesto, y le ofreció trabajo como jardinero, además de una pequeña cabaña en un cercano platanal donde quedarse a vivir.

Por fin Ebi se sentía feliz, disfrutando de su trabajo y siempre dispuesto a ayudar. No le costó hacer amigos y todo el mundo se reía con sus bromas.

Ayudaba a las mujeres a cuidar a sus cerditos, jugaba con los niños, contaba cuentos alrededor de la hoguera por la noche… todo el mundo lo apreciaba. Sobre todo el jefe, qué sentía por Ebi una especial predilección y parecía contento con todo lo que hacía.

Le regaló ropa nueva y una casa mejor donde vivir; trataba a Ebi como a un amigo y pasaba mucho tiempo en su compañía.

Aun así, Ebi seguía mostrándose siempre dispuesto a ayudar en cualquier tarea y nunca le pedía ningún favor especial al jefe.

Los consejeros del jefe, sin embargo, comenzaron a envidiar a Ebi, pues el jefe pasaba cada vez más tiempo con él y menos con ellos. No podían entender que Ebi necesitara tan poco para ser feliz. Siempre sonriendo, como si estuviera en posesión de algún tesoro secreto.

Por eso, dos de los consejeros comenzaron a vigilarle de cerca y descubrieron que por las noches iba a visitar su vieja y pequeña cabaña, y que se aseguraba de dejarla bien cerrada con llave al salir.

 

Le siguieron a escondidas día tras días, ocultándose tras las gruesas hojas de las plataneras. Hasta que mirando a hurtadillas entre los huecos de las paredes de bambú, vieron que en el pequeño habitáculo había un baúl de madera.

Ebi levantaba la tapa con parsimonia, miraba dentro, y tocaba lo que ahí tenía escondido. Luego sonreía, y se sentaba a reflexionar en silencio.

“¡Por fin hemos descubierto su delito!”. Susurraron los consejeros. Acto seguido, uno de ellos se quedó vigilando a Ebi muy de cerca, mientras el otro corría en busca del jefe. “¡Señor!”. Gritó- “¡Ebi está robando sus tesoros!”. Y le contó con todo detalle lo que habían visto.

Al oír el relato, el jefe se quedó trastornado, sorprendido y muy consternado. Ordenó a sus hombres traer de inmediato ante su presencia a Ebi y su baúl, ahora cerrado, mientras su multitud de aldeanos que se habían agolpado se echaba lentamente hacia atrás.

Ebi estaba solo frente a todas las miradas. Y parecía asustado.

Entonces, se hizo el silencio entre la multitud y el jefe habló: “Siempre he confiado en ti, Ebi,  ¿por qué me has engañado? ¡Abre el baúl ahora mismo!

Ebi levantó los ojos para mirar a si jefe y le dijo: “Pero, mi señor, aquí no hay nada de tu interés. Te ruego que no me pidas eso” “insisto” respondió el jefe. “Ábrelo”. “No puedo, señor”, suplicó Ebi. “No es adecuado que tú veas esto” “¡ábrelo inmediatamente!” gritó el jefe. “¡Te lo ordeno!”.

Ebi levantó la tapa lentamente y el jefe se inclinó para mirar dentro, resoplando de asombro y desconfianza,

A continuación, todos los demás se inclinaron también hacia delante para ver de cerca el contenido de la caja. Allí dentro solo había unas sandalias raídas y unas ropas rasgadas y harapientas.

“¿Por qué venías a mirar esto cada día?”. Preguntó el jefe.

Ebi levantó de nuevo la cabeza y dijo:

Amado jefe, era pobre y pasaba hambre, me distes comida y un lugar donde vivir. Esta es la ropa que traía puesta cuando llegué. Vengo cada día a mirarla para recordar los que era, y los que sería sin ti”.

Por fin, el jefe comprendió y tomó a Ebi en sus brazos. Los malvados consejeros se dieron cuenta de que habían hecho el ridículo y se alejaron en silencio

 

A partir de ese día. Ebi estuvo a salvo, y fue respetado y amado por todos.



 
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